Crítica de Miguel Cereceda de la exposición "Silencios Frágiles" Bartolomé Ferrando.
18 de febrero 2016
PARA APRENDER A AMAR LA POESÍA | Miguel Cereceda
El otro día se lo escuchaba en un bar a un joven insolente que estaba coqueteando con un par de jovencitas. “No me interesa la poesía” —dijo con rotundidad, de modo que todos pudiéramos oírlo. Quedé estremecido. Entiendo que haya gente suficientemente estúpida o ignorante que sea capaz de despreciar la obra enorme de poetas como César Vallejo, Rainer Maria Rilke o Fernando Pessoa. Pero proclamar abiertamente que no le interesa la poesía es como decir “no me gusta la música”. Nadie puede afirmarlo, porque siempre hay algún tipo de música, sean bailes populares, música culta o marchas militares, con la que en un momento dado uno se emociona y se identifica. Lo mismo sucede con la poesía. No es posible afirmar “no me interesa la poesía”, a menos que uno sea capaz de afirmar igualmente que no le interesa explorar el sentido del erotismo, el sentimiento de abandono y desolación, el dolor y la muerte, o el sentido mismo de la propia vida. E incluso, sin ponerse trascendentes, la poesía también se ocupa de lo banal y de lo intrascendente. Pero además, ¿qué concepto se puede tener de poesía, como para poder llegar a decir “no me interesa”? Es evidente que un concepto bien pobre y bien limitado de la misma. Un concepto que no sólo no ha tomado en consideración el carácter eminentemente poético de toda creación artística, sino también de toda estrategia de seducción. Incluso la torpe boutade de despreciar la poesía, es eminentemente poética en su impulso. “Maldigo la poesía concebida como un lujo”, cantaba Gabriel Celaya en 1955. Antes que él Georges Bataille ya había publicado su texto L’Impossible, en el que consideraba que sólo el odio permite el acceso a la verdadera poesía, o mejor, que la fuerza y el sentido de la poesía se daban sólo en la violencia y en la rebelión, y que la poesía sólo expresaba dicha violencia evocando lo Imposible. De hecho, el primer título de dicho texto, cuando se publicó en 1947, era directamente Haine de la poésie (Odio de la poesía). Sin duda es posible odiar la poesía, pero tal vez tan sólo cuando se la ha amado muy profundamente. Era lo mismo que contestaban los atribulados músicos, bajo la dirección de Toscanini, cuando se les preguntaba si disfrutaban de la música. Es Theodor Adorno el que nos cuenta que lo que contestaban era: I just hate music!
No todo tiene que ser sin embargo tan dramático y terrible. Pues la poesía reviste también otras formas que no pasan precisamente por su relación con lo pedante, lo erudito y lo libresco. A la hora de explorar los límites de la poesía, ha habido numerosos poetas que se han arrojado más allá de la literatura, ensanchando su concepto. Tal vez el primero de ellos haya sido Stéphane Mallarmé, cuando trató de romper con la violenta rigidez del verso; o tal vez Apollinaire, cuando con sus caligramas se enfrentó a la tiranía de la palabra escrita. El compromiso poético de Bartolomé Ferrando consiste de algún modo en “desbordar los límites de la hoja de papel”. Ello le ha permitido saltar tanto al poema-objeto, al estilo de Joan Brossa, como a la performance poética, en la mejor de las tradiciones dadaístas, o como finalmente a la instalación que podríamos denominar “poética”.
¿Cuál es la diferencia entre un performer y un poeta visual? Al parecer el performer ejecuta una acción poética, al modo de los actores teatrales o de los músicos sobre el escenario, mientras que el poeta visual nos presenta un poema que suele tener la apariencia de un objeto modificado. En la obra de Bartolomé Ferrando hay siempre una voluntad de atenerse a algún tipo de relación, por extraña que sea, con el texto escrito. Los juegos en el escenario transitan siempre entre la palabra escrita, y el papel, como soporte, y la voz musicalizada, sonorizada o gritada, pero relacionada, en último término, como la música con su partitura. En las instalaciones aparece también la palabra escrita, sobre el suelo, en forma de cristales rotos o como un muro cortina, que despliega sus sombras de letras sobre la pared.
En un texto publicado en 2007, decía de su trabajo que no consiste sino en “hacer gimnasia con las palabras”, hacerlas saltar y doblarlas sobre sí mismas, estirarlas, acelerarlas o retenerlas. Ello no impide que algunos de sus poemas alcancen la apariencia de cuadros, bajo la figura clásica de textos escritos sobre papel, o que algunas de sus esculturas sigan manteniendo una inequívoca relación con el libro impreso. Pues en último término el poeta Bartolomé Ferrando se remite a la poesía también bajo su forma tradicional. De hecho ha publicado también numerosos libros de poesía, que podríamos denominar “experimental”, explorando en ellos las infinitas cosas que caben entre la A y la Z.
Un poema de Bartolomé Ferrando afirma lo siguiente:
«En una ocasión propicia, sustituya
un dormitorio por la palabra
dormitorio; coloque en el interior
de esta palabra, la palabra lecho.
Introdúzcase en la primera palabra
y extiéndase sobre la segunda.
Tras un breve periodo de tiempo,
duerma profundamente.»
Sin duda el que desprecia la poesía ignora seguramente las infinitas posibilidades de la misma. No sólo ignora que el propio lenguaje es poesía, sino también que la poesía misma —como demuestra la obra de Bartolomé Ferrando— abre innumerables formas expresivas con las que es posible habitar el mundo.